Homenaje a Émile Michel Cioran

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Émile Michel Cioran Rasinari-Rumania, 8 de abril de 1911 - París, 20 de junio de 1995 fue un escritor y filósofo de origen rumano. La mayor parte de sus obras se publicaron en lengua francesa.

Cioran fue hijo de un sacerdote ortodoxo. Asistió a la Universidad de Bucarest, donde en 1928 conoció a Eugène Ionesco y a Mircea Eliade. Formó parte de la Guardia de Hierro, organización fascista, hasta los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, expresaría su pesar y arrepentimiento por su colaboración. Esta época podría haber marcado fuertemente el pesimismo que caracteriza sus obras, según algunos críticos.

Otro hecho que le pudo haber marcado es que en 1935 su madre le dijo que si hubiera sabido que iba a ser tan infeliz hubiera abortado. "Soy sólo un accidente. ¿Por qué debo tomarme en serio?"

De todas formas, el pesimismo de Cioran es más complejo. Es un sentimiento presente en aquellos que observan el abismo y tienen que seguir existiendo con el trágico conocimiento que han descubierto. Por ello no es fácilmente explicable por estos hechos simples.

En 1937 continuaba sus estudios en el Instituto Francés en París, donde vivió la mayor parte del resto de su vida. "No tengo nacionalidad, el mejor status posible para un intelectual".

Sus primeros trabajos se publicaron en rumano, pero posteriormente escribiría exclusivamente en francés. Su estilo se basa en afirmaciones cortas y aforismos, fuertemente influenciados por el nihilismo de Nietzsche y el pesimismo de Schopenhauer o Philipp Mainländer.

William H. Gass definió el trabajo de Cioran como "un romance filosófico en temas modernos como la alienación, el absurdo, el aburrimiento, la futilidad, la decadencia, la tiranía de la historia, la vulgaridad del cambio, la conciencia como agonía, la razón como enfermedad".

Definido en ocasiones como un "filósofo sin sistema", aunque sus planteamientos entran dentro de la llamada filosofía del absurdo, sus obras fueron ampliamente criticadas. Su respuesta era de confrontación respecto a los filósofos preocupados por crear un sistema lo suficientemente complejo y estable para que no pudiera ser derribado. Ante esto, Cioran se adentra en la contradicción como forma de pensamiento, siendo sus afirmaciones contradictorias incluso en el mismo texto. Afirma la falsedad de toda doctrina filosófica, basándose en la incapacidad humana de crear ideas libres.

Sentía una fuerte frustración por el hecho de existir, lo cual le llevaba a un fuerte enfrentamiento consigo mismo: "La gente me produce asco, tengo asco hasta de mí mismo. Deseo una destrucción completa de todo lo humano, incluidos ellos e incluido yo, ya que no soy especial ni mejor que ellos".

En sus escritos remarcó su especial predilección por dos pueblos, el ruso y el español, en su virtud de "pueblos derrotados".

En España marcó profundamente a Fernando Savater; éste último escribió un ensayo (Ensayo sobre Cioran, Espasa-Calpe, 1992) sobre él, tradujo y prologó algunas de sus obras.

Cioran encontraba especialmente sugerente el suicidio como forma de vida. Consideraba la muerte como la única existencia real, siendo la vida, a la que llamaría la "gran desconocida", fuente de todo dolor por la imposibilidad de asegurar la existencia. A pesar de asegurar que sentía envidia ante la crucifixión de Cristo, murió por causas naturales a avanzada edad.

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Casa de Emily Michael Cioran en Rasinari, Rumania

PENSAMIENTO

Cioran no es un escritor, ni siquiera es filósofo. Al menos esto es lo que piensa él de sí mismo, desafiando a cualquiera que opine lo contrario. Esta afirmación puede darnos una idea aproximada de lo que nos encontramos cuando leemos una obra de este pensador rumano: contradicción. Una contradicción que se fundamenta en un pesimismo muy complejo que le hace odiar y amar cosas al mismo tiempo. Pero esto no debe llevarnos a pensar que estamos ante los escritos de un loco que desvaría, sino más bien de un genio que nunca pretendió dar respuestas a nada, sino precisamente hacer cuestiones de todo. Para él lo importante no está en dar soluciones (nadie puede darlas realmente) sino en hacer que sus dudas sean interrogantes para nosotros también.

El desgarro de su obra proviene tal vez de la gran pérdida de su infancia. Criado desde su nacimiento en Rasinari (1911), pueblo olvidado de las profundidades de Transilvania, Cioran vive con horror el traslado a Bucarest para asistir al Liceo. Separado tan tempranamente de lo que él consideraba un “paraíso”, perdería para siempre la alegría de vivir, pues fueron estos sus únicos años felices. A pesar de lo que muchos creen, nunca formó parte de la Guardia de Hierro, y dedicó los días de sus primeros cuarenta años a leer y a estar casi inútilmente matriculado en la Sorbona (gracias a una beca no conseguida por una tesis que nunca llegó a escribir, sino por dedicar varios años a recorrer Francia en bicicleta).

Pero el exilio no marca su obra, ni siquiera su vida. Aunque recuerda su pueblo natal con vivas imágenes casi como recientes, y siente gran apego por la cultura búlgara y por los pueblos del Este en general, no se siente perteneciente a ninguna patria. Tal es este desapego, que decide cambiar su lengua madre por el francés. Incluso cuando Stalin murió y Rumanía se vio libre de la ocupación soviética, su único sentimiento fue el de pesadumbre: seguramente entonces, todos sus familiares irían a verle y a molestarle. Desde que vive solo en Francia su única ocupación ha sido precisamente no hacer nada.

Lee vorazmente, la única ocupación que le satisface. Y aunque lee a casi todos y sobre casi todo, prefiere releer las grandes obras (como a Dostoievski o Proust), ya que ésa es la única manera de conocer verdaderamente lo que el autor nos quiere transmitir. Estuvo marcado intensamente en su juventud por la lectura de autores como León Chestov, Georg Simmel, Dilthey, Kierkegaard... En definitiva, lo que siempre ha suscitado interés en él es la filosofía-confesión, los “casos”, aquellos autores de quienes se puede decir que son “casos” casi en el sentido clínico de la expresión. Todos aquellos que van a la catástrofe y que pueden situarse también más allá de ella (no puede admirar más que a aquel que ha estado a punto de derrumbarse). Por eso no está marcado por aquellos escritores que han sido simplemente una experiencia intelectual, como Husserl, Heidegger o Sartre, del cual incluso ha escrito varios textos contra su obra. Pero sobre todo se interesa por los ensayos y biografías, independientemente del autor. No existe para él nada más gratificante que escuchar durante horas a personas desconocidas que le relaten capítulos insignificantes de su vida.

Pero Cioran también escribe, no ambicionando un trabajo remunerado, sino como necesidad vital: escribir es la única forma que encuentra de hacer la vida un poco más soportable. Al trasladar sus inquietudes al papel consigue desprenderse de esos problemas que le amargan, y ese extrañamiento consigue hacer que las cosas no le afecten. Pero odia escribir, y no sólo eso, sino que publicar lo escrito supone una aberración... aún así es la única forma de vida que concibe, de manera que se convierte en un hombre atado a hábitos que le resultan insoportables.

En su juventud, escribe en Rumano, pero traduciendo a Mallarmé a su lengua madre tuvo una revelación: es absurdo escribir en una lengua que nadie conoce; además, escribir en un idioma desconocido se convierte en una experiencia asombrosa. Al escribir en francés, uno reflexiona sobre lo escrito, piensa acerca de las palabras, lo que éstas quieren decir y por qué precisamente usar esa palabra en concreto y no otra parecida. En Rumania, escribía por escribir apenas sin pensar. Francia le enseñó que la escritura y ¡el comer! son hechos culturales (de pequeño comía como acto mecánico, pero al llegar a París se dio cuenta de que también se puede juzgar el sabor de la comida y opinar sobre ella en amplios debates).

Esta incapacidad para dedicar su tiempo a una actividad seria y productiva, proviene de esa sensación de tedio que ha inundado toda su vida. A pesar de haber vivido intensamente, no ha podido integrarse en la existencia. Podemos pensar que tienen algo que ver las palabras que en cierta ocasión le dijo su madre: “si supiese que ibas a sufrir tanto, habría abortado”. El saber que su existencia fue sólo un accidente, y que su nacimiento debería haber sido evitado hacen que pierda el interés por cualquier cosa, que no encuentre sentido a la vida. Cualquier acción es una “idiotez” en todo su sentido, si al final del camino no queda más que una fría sepultura. Caminar por cierto cementerio fue lo que le llevó a pensar que tanto los hombres lúcidos como los ignorantes llegan a la misma meta y reciben el mismo premio, de manera que vio ratificadas sus inquietudes respecto a emplear la vida para cualquier fin.

Pero es asombrosa, sin embargo, la vitalidad con que plasma sus palabras en los libros, como una extraña alegría que brilla inexplicablemente. De nuevo, otra incongruencia. Resulta raro este efecto que causan las ideas de un hombre que considera el suicidio como una solución bastante razonable pero que a la vez, se considera un auténtico amante de la vida y del yo. Según se mire, la obra de Cioran no tiene porque ser pesimista, lo que verdaderamente es, es violenta. Las hojas que escribe están llenas de fuerza, de pasión, para activar a sus lectores, para en definitiva “hacer despertar”. Sus libros son como látigos que no evocan imágenes de pesimismo, sino que es la violencia de su fuerza la que nos hace darnos cuenta de que realmente estamos vivos.

Esta viveza y esta pesadumbre serán los elementos principales que encontramos en su obra, Ese maldito yo,  libro de aforismos publicado en 1987. ¿Por qué escribir en forma de fragmento? Porque, según el propio autor, es un hombre perezoso, y para escribir de forma continuada un texto con sentido, se necesita ser un hombre activo. Considera que es casi un absurdo escribir en forma de aforismo, pero es más fácil (escuchas una frase, creas un pensamiento breve en un momento de inspiración, y lo escribes. Sin más). Desarrollar algo extensamente es una frivolidad. Recomienda el autor que no leamos su libro de un tirón, sino poco a poco, de noche preferiblemente, y sobre todo en momentos de pena o hastío. Porque es en esa situación cuando necesitamos que un simple pensamiento nos libere. Al fin y al cabo, un aforismo es algo discontinuo, un pensamiento instantáneo, que si bien no encierra mucho de verdad, si puede contener algo de futuro. Podemos encontrar un aforismo que afirme un acontecimiento y en la página siguiente otro que niegue eso mismo; y en realidad ninguno vale más que otro, sino que pertenecen a momentos distintos. Cioran no pretende ofrecer verdades absolutas, sino que nos lanza sus aforismos como si fuesen bofetadas.

De esta forma, el libro se articula en torno a cinco capítulos dónde se expresan casi todas las ideas que más inquietan al autor (que son básicamente las mismas a lo largo de toda su obra). Los aforismos no están ordenados según las cinco partes, sino que cada capítulo es una amalgama de muchos temas distintos, y que como acabamos de decir, se contradicen muchas veces entre ellos.

Creo que una de las ideas que prevalece es la de la religión. Fuertemente marcado por una sociedad altamente religiosa (incluido un padre pope), Cioran se considera agnóstico desde su más tierna infancia, aunque se siente bastante cercano a los pensamientos hindú y budista; sobre todo porque son los únicos en entender realmente el concepto de “vacío”, siendo éste es el único que puede eliminar nuestro temor a la muerte. Tampoco quiere ser filósofo, porque le parece que la mayoría de los filósofos observan los acontecimientos desde lejos, y para poder hablar de las cosas ha de implicarse uno, conocerlas desde dentro (Nietzsche y Sartre en ese aspecto eran bastante ingenuos, según él). Se puede tener un mayor conocimiento sobre la vida siendo por ejemplo, barrendero, que dedicándose a los estudios filosóficos (de ahí que aborrezca su encasillamiento como filósofo).

Su pensamiento carece de toda ideología, o al menos así quiere que le entendamos. La ideología es la suma de idea más pasión, y para él, el buen filósofo ha de estar alejado de la pasión (y diferenciarse así del resto de la masa). Su obra no trata de convencer a nadie, ni siquiera de solucionar algún problema concreto: no todos los problemas tienen solución.

Odia fervientemente la Historia: a pesar de confesarse apátrida desde la infancia, queda algo en él de apego a su patria, y más que a Rumanía, a los países del Este en general. ¿Y por qué este odio? Porque los países del Este han estado siempre dominados o invadidos por la Historia, lo que la convierte consecuentemente en algo demoníaco (ya que tanto él como sus compatriotas han sido siempre los objetos de Ella). La Historia es la negación de la moral, es el mayor pesimismo, el mayor cinismo. Es “la obra del diablo”.

Ama la música y la amistad (aunque confiesa que un amigo es el peor ejemplo del que podemos aprender, pero debemos conservarlos) y la idea de suicidio (como idea de no temor a la muerte). Ni siquiera odia al hombre, y aunque muchas veces abogue por su nulidad, lo que cree es que los caminos que el hombre toma son casi siempre equivocados. Su palabra favorita: perecer. Su arma de destrucción masiva: la palabra, que es también la curación de todos los males. “Los charlatanes no frecuentan farmacias”.

Odia trabajar, tomar posicionamiento, tener que explicarse cuando se contradice y conceder entrevistas. No le gusta hacer planes (ya que todos son inútiles), desprecia a la mayoría de la gente (“¡el hombre debe desaparecer!”), y sobre todo a aquellos que son incapaces de apreciar un buen libro o una gran composición musical. Odia la idea de haber tenido que vivir, y declara abiertamente todo lo que le deben en gratitud sus hijos no-natos. Para Cioran, morir es simplemente cambiar de género, pero sin embargo el suicidio no supone ninguna opción para él.

Y precisamente todas estas ideas que sacamos en claro son las que Cioran, unas páginas más adelante, refutará, contradecirá y argumentará en sentido contrario

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Es necesario leer su obra para comprenderle; no basta una simple reseña para interiorizar lo que el autor quiere comunicarnos. Incluso a pesar de que sus aforismos sean contradictorios. Si tuviésemos que definir todo su trabajo en unas pocas líneas, qué mejor que recurrir a uno de sus aforismos:

“Si se me pidiese que resumiera lo más brevemente posible mi visión de las cosas, que la redujese a su mínima expresión, en lugar de palabras escribiría un signo de exclamación, un definitivo”.

 

Cioran es apenas conocido. Puede que España sea el país dónde más atención se le ha prestado, quizá haya sido algo leído en Francia y muy poco en Alemania. Ha escrito (muy a su pesar) pocas obras, la mayor parte de ellas sin unidad de conjunto hasta llegar a los aforismos de Ese maldito yo. No ha creado ninguna ideología, ni su pensamiento ha dado lugar a ningún tipo de movimiento filosófico. No ha dado clases, no ha escrito tesis ni doctorados, no ha firmado manifiestos, ni dado conferencias y no ha sido recordado (ni en vida, ni tras su muerte) más que por un puñado de amigos (Mircea Eliade y Eugène Ionesco fueron algunos de ellos) y algún que otro estudioso que en un momento determinado se interesó por su obra. Sin embargo, fue un hombre que durante su larga vida no dejó de pensar, y sobre todo, que hizo y hace pensar a la gente. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa ha de importar? Que se contradiga, que algunos de sus aforismos carezcan de sentido, o que sólo nos hable de muerte, destrucción y no existencia... todo eso es lo de menos. Una obra, sea del género que sea, para ser considerada como algo grande, magistral, ha de cumplir un solo requisito imprescindible: no ha de dejarnos impasibles, debe movilizarnos, dejarnos inquietos, hacer que seamos alguien distinto a quienes éramos antes de leer, ver o escuchar dicha obra. Y personalmente, creo que Cioran lo consigue. No desea que copiemos o reproduzcamos su pensamiento (ya que no existe en sí mismo). La obra de Cioran arroja luz a la vida, nos hace “ver”.

 

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"Cioran, del rumano al francés"  por Edgardo Cozarinsky

 

Cioran, ácido y lúcido como pocos pensadores, cambió de lengua escrita sin

perder su inteligencia de relámpago, pero no sin consecuencias. Cozarinsky las

estudia en este ensayo, al tiempo que analiza el conjunto de su obra.

      

Durante el verano de 1947, mientras pasaba un tiempo en un pueblo cerca de

Dieppe, intenté como simple ejercicio traducir a Mallarmé al rumano. Súbitamente

tuve una revelación: debes romper con tu lengua y desde este momento escribir

sólo en francés. Volví a París al día siguiente y sin vacilar me puse a escribir

en esta lengua adoptiva, elegida en aquel instante. Así redacté, muy rápido, la

primera versión del Précis de décomposition.”1

   

 La memoria, como suele hacerlo, parece haber jugado con Cioran en el

momento de recordar ese día, para él decisivo. A menos de que se trate, como en

casos más ilustres –los de las memorias escritas de Yeats, las confidencias

verbales de Borges–, de ese montaje, en el sentido cinematográfico, que opera la

memoria sobre el anecdotario vivido, y cuyo resultado a menudo es más cierto que

la mera cronología. “Sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos

nombres propios” (Borges: “Emma Zunz”).

   

 En efecto, el original francés de Précis de décomposition había llegado a

las oficinas de las ediciones Gallimard en la primavera de ese mismo 1947, más

exactamente en marzo. A pesar de ser aceptado inmediatamente, sólo sería enviado

a la imprenta en 1949. Para ello fue necesario que el prestigioso jurado del

flamante premio Rivarol (Gide, Paulhan, Supervielle, Maurois, Romains), creado

para señalar una obra escrita en francés por un autor extranjero (y que en 1952

iba a recibir la argentina Gloria Alcorta por su libro de poesía Visages),

declarara que el ensayo de Cioran era el candidato preferido pero que su

pesimismo y negatividad los habían disuadido de premiarlo. Bastó esta admisión

de timidez para que Gallimard decidiera publicarlo sin más tardar. En 1950,

respaldado por una recepción crítica extraordinaria, ese mismo jurado finalmente

se atrevió a coronarlo.

    

Es sabido que el francés siempre ha sido el segundo idioma de los

intelectuales rumanos, que muchos de ellos lo han utilizado con precisión y

sensibilidad. De Cioran, estudiante de filosofía en Heidelberg, familiarizado

con Husserl y Nietzsche, podría pensarse que hubiera podido elegir el alemán;

pero en 1947 hacía diez años que vivía en París. ¿Qué sentido tenía abordar el

idioma francés?

   

 El más evidente es el de pasar de un público lector limitado a otro no sólo

mayor sino también, a través de esa caja de resonancia llamada París, a una

vitrina para el mundo. Gabriel Liceanu piensa que el intento de trasvasar a

Mallarmé al rumano lo sometió a una experiencia decisiva: la de enfrentarse con

esos límites irreductibles en que se cotejan y definen lo más propio, lo menos

comunicable de dos lenguas: “Si el idioma es el límite que confiere una

identidad en el orden del espíritu, abandonarlo significa darse otro límite

(finis), por lo tanto otra de-finición; en una palabra, cambiar de identidad.”2

Cioran iba a recordar a menudo la cantidad de café, cigarrillos y diccionarios

que le iba a costar redondear una frase en “este idioma inabordable, demasiado

noble, demasiado distinguido para mi gusto”.3

    

Dos décadas más tarde, iba a describir (en rumano, lengua de las cartas a

su hermano Aurel y al amigo escritor Constantin Noica) su nostalgia del idioma

rumano, que aún consideraba más expresivo y poético; lo absurdo de escribir en

un idioma “civilizado” como el francés, él que se consideraba un bárbaro del

Danubio... ¿Simple coquetería de quien ha llegado a ser un maestro de la prosa

francesa, comparado a los “moralistas” del Gran Siglo? ¿Insidiosa nostalgia de

la infancia, como esa evocación sentimental de Rasinari, el pueblo natal, donde

se imagina convertido en pastor de rebaños –¡él, hijo de un sacerdote

ortodoxo!–, más en contacto con las “verdades elementales, eternas” que en las

aulas de la Sorbona?

    

Más que demagogia o senilidad, intuyo en estas divagaciones un negativo, la

imagen invertida del desprecio que le inspira la vie littéraire parisina, con su

práctica de la adulación y el conformismo, su constelación de premios

insignificantes y risibles academias. Una vida de la que fue testigo

prescindible durante los años para él difíciles de la segunda posguerra mundial.

    

Poco importa quién somos, sólo podemos lanzarnos a alta mar. Sin deseo de

anclar. ¿Acaso la meta de la inestabilidad no es la de agotar el mar? Para que

ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises... con todos los

libros. Una sed de alta mar que proviene de la lectura, una errancia de erudito.

(Qui que nous soyons, nous ne pouvons rien de plus que prendre le large. Sans

désir d’ancrage. Le but de l’instabilité n’est-il pas d’épuiser la mer? Afin

qu’aucune vague ne survive à l’odysée du coeur. Ulysse –avec tous les livres.

Une soif du grand large tirée des lectures, une errance érudite.)4

    

 

     Es el deseo de un cambio de identidad lo que me parece determinante en esa

elección.Durante años se supuso que Cioran había atravesado la ocupación alemana en

París sin más protección que el pasaporte rumano y la “pureza” racial. Como

otros intelectuales de su país en los años treinta, había sido sensible a la

seducción de una extrema derecha apocalíptica, cuyos desvaríos encarnó en el

ámbito académico rumano Nae Ionescu, carismático profesor de filosofía, epígono

caricatural de Spengler. A su fascinación iban a sucumbir, más que Cioran,

muchos compatriotas, Mircea Eliade en primer lugar; solamente, tal vez

inevitablemente, fue un estudiante judío, el escritor Mihail Sebastian, quien

rechazó su propia admiración, no negada, por Ionescu, y esto sólo después de

haberle pedido un prólogo para su primer libro y recibir del profesor un texto

donde le recomendaba anticiparse por su propia mano al exterminio de una raza

degenerada...

    

De los cinco libros que Cioran había escrito en rumano, entre 1933 y 1940,

y que sólo tras su muerte han sido traducidos al francés, los hay de puro,

precoz nihilismo. (El primero tiene por título En las cimas de la desesperanza.)

Anuncian, sin jugar aún con la paradoja, la condena de toda ilusión moral, el

agotamiento de toda pulsión vital, que iban a articularse y matizarse más

sutilmente en la obra escrita en francés. Del único no traducido

(¿piadosamente?, ¿prudentemente?) –Transfiguración de Rumanía, 1936– se sabe que

refleja hasta qué punto podía identificarse Cioran, a pesar de sus arrebatos

anticristianos, con la misión de las legiones del Arcángel Gabriel que lideraba

Corneliu Codreanu, mártir del fascismo rumano.

   

 Fue ésta una variedad más mística que la italiana, nada pagana como el

nacionalsocialismo alemán. (Distinción elocuente: la cultura, o la tradición

nacional, ya pesaban más que la ideología, como lo demostrarían dos décadas más

tarde las declinaciones tan diversas del comunismo, aun bajo una misma férula

soviética, en los países de Europa del Este.) Más allá del rechazo de la

democracia parlamentaria, fue el de la hipocresía y la corrupción, ejercidos por

una monarquía sin autoridad moral, en una sociedad tironeada entre los

estertores del feudalismo y un borrador de capitalismo rapaz, lo que impulsó a

muchos jóvenes impacientes de la inteligencia rumana a escuchar en los años

treinta las sirenas que anunciaban al “hombre nuevo”, esa entelequia que

Codreanu agitó antes que Pétain, el Che o Mao y que ha justificado todas las

masacres del siglo XX, coronadas por el exterminio más letal, el realizado en

Camboya, en nombre del marxismo revolucionario, por Pol-Pot.

    

El descubrimiento reciente, en la Rumanía posterior a Ceaucescu, de los

diarios de Sebastian echó una primera luz inédita aunque parcial sobre ese

periodo de la vida de Cioran. Sebastian siguió frecuentando a colegas fascistas,

aun antisemitas, desde la semiclandestinidad, con una mezcla indescifrable de

estoicismo y despreocupación, acaso de respeto por dotes intelectuales cuyas

complicidades letales le parecían anodinas. El 2 de enero de 1941 anota en su

diario que se cruza en la calle con Cioran (de quien, por lo tanto, nos

enteramos que se hallaba en Bucarest); éste le anuncia que ha sido nombrado

agregado cultural en París, lo que le evita ir al frente como reservista.

Sebastian lo ve como “un hombre interesante, de inteligencia notable, sin

prejuicios, que reúne en forma divertida dobles dosis de cinismo y cobardía”. El

12 de febrero del mismo año acota que, aunque Cioran apoyó la rebelión de las

Legiones de Codreanu, no sólo ha sido confirmado en su nombramiento sino que el

nuevo gobierno ha aumentado su salario...5

    

Convencido de que la miseria está íntimamente ligada a la existencia, no

puedo apoyar ninguna doctrina humanitaria. Me parecen, todas, igualmente

ilusorias y quiméricas [...] Ante la miseria me avergüenza hasta la existencia

de la música. La injusticia constituye la esencia de la vida social. ¿Cómo

apoyar, entonces, la doctrina que sea? (Convaincu que la misère est intimement

liée à l’existence, je ne puis adhérer à aucune doctrine humanitaire. Elles me

paraissent, dans leur totalité, également illusoires et chimériques. [...]

Devant la misère, j’ai honte même de l’existence de la musique. L’injustice

constitue l’essence de la vie sociale. Comment adhérer, dès lors, à quelque

doctrine que ce soit?)6

    

El recorrido por los libros rumanos de Cioran es instructivo. El

escepticismo que proclama un autor casi adolescente, cuyas primeras páginas

publicadas rezuman la lectura voraz (¿la indigestión?) de Kierkegaard y

Nietzsche, permite dudar que cualquier noción de “hombre nuevo” pudiese

seducirlo; si en algo podía coincidir con el evangelio legionario de Codreanu

sería más bien en el espejismo, ¡cuán cultural!, de un primitivismo recuperado:

    

 

     La declinación de un pueblo coincide con un máximo de lucidez colectiva.

Los instintos que crean los “hechos históricos” se debilitan y sobre sus ruinas

se alza el tedio. [...] La aurora conoce ideales, el crepúsculo sólo ideas. (Le

déclin d’un peuple coîncide avec un maximum de lucidité collective. Les

instincts qui créent les ‘faits historiques’ s’affaiblissent, sur leur ruine se

dresse l’ennui. [...] L’aurore connaît des idéaux; le crépuscule seulement des

idées.)7

    

 

     A Cioran, una cruzada como la de Codreanu debería aparecerle enferma de ese

mismo cristianismo que desprecia, que “le impide respirar” (“su mitología está

gastada, sus símbolos vacíos, sus promesas incumplidas. Dos mil años de

desorientación siniestra... [El cristianismo] no conoce ningún culto del

orgullo, ninguna exasperación de las pasiones...”/ “sa mythologie est usée, ses

symboles vides, ses promesses non tenues. Deux mille ans d’égarement sinistre!

[Le christianisme] ne connaît aucun culte de la fierté, aucune exaspération des

passions...”) 8. Su única promesa sería la de un apocalipsis impregnado de esa

exaltación entre mística y pagana que tantos descontentos de la cultura, D. H.

Lawrence o Pío Baroja, buscaron lejos de Freud, en la precipitación del

crepúsculo de Occidente. De esa fruición negativa, los libros rumanos de Cioran

hoy accesibles en francés dan un testimonio a la vez intenso y monocorde. Antes

de intentar el paso a otro idioma, que iba a llamar “civilizado” por excelencia,

al rigor de su sintaxis, a la exactitud de su dicción, esos libros recobrados

devuelven, no exorcizada, la imagen de un joven impaciente por infligir su

propia angustia existencial al mundo en que le había tocado nacer.

    

Conservar el propio secreto: nada hay más fructífero. Nos trabaja, nos

carcome, nos amenaza. (Conserver son secret, rien de plus fructueux. Il vous

travaille, vous ronge, vous menace.)9

Durante mucho tiempo lo más cautivante en la figura de Cioran fue el

cultivo inflexible de la marginalidad. Su ausencia del escenario público en los

años de la ocupación alemana de París no le exigía que diese vuelta públicamente

a su camisa, como lo hicieron tantos franceses al sentir, entre 1942 y 1943, que

el viento cambiaba de dirección; hubiese podido adoptar, tras la abstinencia

pública de aquellos años, si no una militancia de signo “correcto” al menos

alguna declaración que la avalase. A pesar de lo anotado por Sebastian en sus

diarios, la vida de Cioran en París no parece haber cambiado entre los años

treinta y los cincuenta.

    

De estudiante becado a escritor reconocido, en una misma estrechez cultivó

un mismo ascetismo donde parece no haber dejado huella el paréntesis de la

ocupación y de un cargo diplomático nunca sabremos cuán simbólico, y en el que

en todo caso sólo permaneció tres meses. A partir de 1950 Cioran rechazó todos

los premios que se le otorgaron, y si dejó su cuarto de hotel fue para acceder a

las dos chambres-de-bonne comunicadas de la rue de l’Odéon que iban a ser su

departamento por el resto de su vida. Parecía haber entendido que el precio de

su independencia era no necesitar dinero, no depender de la sociedad ni aun para

el más modesto empleo. Ayudado por su editor y algunos admiradores que

protegieron su modesta supervivencia, logró permanecer fiel al ascetismo

elegido.

    

Es posible leer en esta forma de retiro tanto la continuidad de su temprano

nihilismo como la reacción de quien se dejó un momento deslumbrar por un

embriagador evangelio redentorista, cuya falacia debió manifestársele aun antes

de que la historia lo invalidase. Mircea Eliade, mucho más comprometido que

Cioran en la cruzada legionaria, pasó años de ostracismo en Francia, esperando

superar las listas grises de la posguerra y poder ser admitido en los Estados

Unidos, donde iba a hacer una brillante carrera académica en la Universidad de

Chicago. Cioran, en cambio, no aspiraba más que a preservar su aislamiento, a

escribir fuera de todo diálogo con la actualidad.

    

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Es aquí donde resulta imprescindible referirse al libro reciente de

Alexandra Laignel-Lavastine, Cioran, Eliade, Ionesco: L’oubli du fascisme.10 Es

impresionante la amplitud de la investigación y la firmeza de la erudición que

sostienen esta obra, donde culminan años de trabajo entre París y Bucarest en

los que la autora, historiadora y profesora de filosofía, compulsó publicaciones

periodísticas de los años treinta y cuarenta largo tiempo ocultadas, así como

documentos oficiales y correspondencias privadas. La misma riqueza de

información y la agudeza de su contextualización imponen al lector una pregunta,

si se quiere aun más incómoda que toda hipótesis anterior.

    

Ante lo indiscutible de las estrategias, variablemente sutiles, de Cioran y

Eliade por callar antes que borrar, por borrar antes que negar los lazos que los

unieron a una ideología perdedora, y que la doxa política de la segunda

posguerra mundial iba a asociar exclusivamente con masacre y genocidio, ¿cómo

entender, por ejemplo, si no es por un auténtico respeto intelectual, la

solidaridad y ocasional complicidad con ellos de un Ionesco, hijo de madre

judía? (Ionesco, que para protegerla buscó un cargo en la legación rumana ante

el gobierno de Vichy, y pocos años más tarde sería condenado a prisión in

absentia por el primer gobierno comunista rumano cuando denunció los lazos del

viejo nacionalismo con el flamante totalitarismo...) ¿Dónde trazar el límite ya

no entre obra y conducta –distinción banal por excelencia– sino más bien entre

la estima intelectual que la obra de un Eliade exige y la disidencia, aun el

rechazo que pueden suscitar sus bases conceptuales, o más bien la proyección en

la esfera pública de esas bases?

    

Sería necesario contextualizar ese mismo “olvido” en la vida artística e

intelectual parisina de la segunda posguerra mundial, dominada por la sumisión

de los intelectuales más visibles al espacio mínimo, ya no de disidencia sino de

mera prescindencia, tolerado por el Partido Comunista. Es el contexto donde

Picasso, al día siguiente de la Liberación, tras haber vivido en París el

periodo de la Ocupación, corría a afiliarse al pc y pasaba a dibujar palomas “de

la paz” para Stalin; donde se saludaba la aurora del socialismo en toda Europa

del Este precisamente en momentos en que Rumanía instauraba, caso único entre

los países de la órbita soviética, un sistema carcelario que obligaba a los

prisioneros políticos a torturar a sus compañeros de detención como forma de

apresurar su quiebra moral.

    

Puede contraponerse el pesimismo irónico, el escepticismo en que iban a

desembocar estos europeos del Este, brutalmente disipada la ilusión fascista en

medio del conformismo de izquierdas, al optimismo tenaz, “progresista” de un

Sartre, infatigable en el centro de un escenario intelectual por él creado,

impaciente por perseguir en cada momento lo que parecía ser “la dirección de la

Historia”, corrigiendo el rumbo apenas la realidad impugnaba sus posiciones.

Antes de dar lecciones de moral pública desde Les Temps Modernes, revista

fundada en el fervor de la Liberación, en cuyo primer número se lee que no

publicará a “colaboracionistas”, Sartre había estrenado sus primeras obras de

teatro durante la ocupación; debe de haber aceptado firmar, por lo tanto, el

documento exigido por las autoridades de la época, donde declaraba no tener

antepasados judíos... Ese mínimo gesto de obediencia administrativa,

insignificante en la biografía de otro intelectual, no le inspiró ningún párrafo

entre los miles de páginas consagradas a desmenuzar las contradicciones

existenciales de Genet y Flaubert. Si una grandeza conserva aún su figura es la

de no haberle temido al riesgo de equivocarse, tantas veces confirmado en su

vida.

    

Cioran, en cambio, había firmado, a principios de 1944, es decir en un

París todavía ocupado por el ejército del Reich, la petición encabezada por Jean

Paulhan para que se dejara en libertad al poeta judío rumano Benjamin Fondane,

que había rehusado coser a su ropa la estrella amarilla y fue denunciado por la

portera. (La petición fue escuchada y la liberación de Fondane autorizada, pero

éste se negó a dejar el campo de detención de Drancy si no lo acompañaba su

hermana Line; como la excepción había sido concedida sólo para él, en cuanto

hombre de letras reconocido por notables “arios”, Fondane eligió ser deportado

junto a su hermana. Entraron en la cámara de gas de Auschwitz en octubre de

1944, cuando París ya había sido liberado.) En 1986 Cioran dedicó a Fondane uno

de los ensayos de sus Exercises d’admiration, donde omite con elegancia

mencionar su propio gesto.

    

(Lazos tácitos: Fondane había vivido con el personaje mítico de Ulises,

figura de un poema reescrito a lo largo de su vida, como un álter ego

idealizado: Ulises, que según Primo Levi sería el héroe judío simbólico,

prefiguración de la diáspora... En todos estos autores reaparece el respeto por

ese héroe de la antigüedad, en quien Dante ya había admirado un afán

prerrenacentista de riesgo y conocimiento, tan impropio en un católico militante

como propio de todo poeta. Esa fascinación halla un eco en el fragmento citado

de Cioran, cuyo antisemitismo doctrinario de los años treinta iba a

transformarse más tarde en identificación “metafísica” con el judío, por las

mismas razones que antes lo habían hecho nocivo: individuo marginal,

inasimilable, que exige ser excluido.)

    

Amamos a nuestro país en la medida misma en que no puede consolarnos. ¿Qué

sino adverso marcó nuestro origen? (Notre pays, nous le chérissons dans la

mesure où il n’est pas source de consolation. Quel mauvais sort a scellé nos

origines?)11

    

 

     Más de una vez me he preguntado sobre los lazos misteriosos que parecen

unir a Rumanía con la Argentina, y no sólo en la tenacidad de una inextinguible

derecha extrema que en septiembre del año 1999, por ejemplo, pegó a las paredes

indiferentes de la calle Florida de Buenos Aires humildes fotocopias que

invitaban a una misa en memoria de Corneliu Codreanu. En 2003, comprobé que la

biografía del “mártir legionario” y un breviario de su pensamiento, editados por

firmas confidenciales, pueden adquirirse en librerías especializadas de la

ciudad, cuyas vidrieras no exhiben, por cierto, Mein Kampf sino títulos

respetables de Chesterton y Belloc, al lado de los de sus émulos criollos,

Leonardo Castellani y Julio Menvielle. La derecha argentina tradicional,

católica y maurrassiana, ha conocido algún fino prosista, como Julio Irazusta, y

muchos polemistas vociferantes (Ramón Doll, Carlos Ibarguren); no le conozco, en

cambio, ningún aforista subnietzscheano como el joven Cioran, fascinado por la

decadencia misma que diagnostica, hallando su reflejo en una descomposición que

condena.

    

¿Será el cultivo endémico por parte de ambas naciones de un súper ego

cultural, imaginario y por lo tanto inerradicable por la historia? Rumanía,

nación “latina” que resiste heroicamente entre bárbaros eslavos y magiares; la

Argentina, país (que en otros tiempos podía creerse) “europeo” en América del

Sur... Hoy la Argentina es la sombra mestiza del país que fue, si es que alguna

vez lo fue más allá de sus deseos. En cuanto a Rumanía, las dos guerras

mundiales del siglo xx enriquecieron primero, luego mutilaron su territorio.

Tanto su fascismo como su comunismo, ambos particularmente cruentos,

pretendieron ignorar, como más tarde lo harían los nacionalismos cebados en las

ruinas de lo que había sido Yugoslavia, que la única realidad de Europa central

y los Balcanes es la cohabitación de minorías étnicas, lingüísticas y

religiosas, que todo intento de “purificación” conduce a pesadillas, ayer la del

nazismo, hoy la de ETA.

    

Entre el pesimismo fundamental de los primeros libros de Cioran escritos en

rumano y los más difundidos que iba a escribir en francés no advierto una

ruptura profunda; sólo una sumisión triunfante a la disciplina del idioma

francés, donde el sentido pasa menos por el vocabulario que por la sintaxis, que

le permite articular más sutilmente aquella negatividad primitiva, anterior a

cualquier elaboración intelectual. A la brutal desintoxicación de la embriaguez

nihilista, del culto (por más intelectual que haya sido) de la fuerza y el

irracionalismo, purga intelectual que la Historia impuso inapelablemente, y no

sólo a Cioran, a partir de 1945, corresponde el refugio en un idioma cuya

disciplina ordena todo arrebato de lirismo morboso. Si algo subraya la severidad

y concisión del nuevo idioma es el desencanto de la madurez. Sólo el hecho de

publicar exorciza en cierta medida, si no impugna del todo, la carga negativa

del texto. ¿Correspondería al lector la función de hipotético redentor?

   

 El cambio de identidad deseado por Cioran es menos el entierro de un

veinteañero seducido por una retórica apocalíptica –del que tuvo la prudencia,

acaso la sensatez, de nunca renegar– que la realización de un sueño tardío,

alimentado de escepticismo y desilusión: el de un estudiante de filosofía,

“descontento de la civilización” misma donde ha elegido respirar, que tras

recorrer las inagotables bibliotecas de Heidelberg y la Sorbona se idealiza en

pastor transilvano, y necesita escribir en francés para hacerle entender a París

que, a pesar del reconocimiento de la arrogante, tornadiza capital, él sólo ha

deseado ser un pastor transilvano...

    

Acaso el antiguo espejismo de una edad de oro mítica, ajena a la

complejidad de la cultura y la razón, halle refugio en el de esa otra edad de

oro accesible a todo individuo, la de la infancia, purificada retrospectivamente

de terrores y crueldad, en la que el adulto proyecta una falaz inocencia, un

deseo ajeno a las responsabilidades de una edad supuestamente racional.

    

“Pienso en mis ‘errores’ pasados y no puedo arrepentirme. Sería como

renegar de mi juventud, y por nada del mundo querría hacerlo.[...] Lo mejor que

podemos hacer es aceptar nuestro pasado, o si no es posible no pensar más en él,

darlo por muerto de un vez por todas.” (“Je pense à mes ‘erreurs’ passées, et je

ne peux pas les regretter. Ce serait piétiner ma jeunesse; ce que je ne veux à

aucun prix. [...] Le mieux que nous puissions faire est d’accepter notre passé;

ou alors de ne plus y penser, de le considérer comme mort et bien mort.”)12 ~

Parte II >>

.
 
 
 
 

 
 

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