"Cioran,
del rumano al francés" por Edgardo Cozarinsky
Cioran, ácido y lúcido como pocos pensadores, cambió de lengua escrita sin
perder su inteligencia de relámpago, pero no sin consecuencias. Cozarinsky las
estudia en este ensayo, al tiempo que analiza el conjunto de su obra.
Durante el verano de 1947, mientras pasaba un tiempo en un pueblo cerca de
Dieppe, intenté como simple ejercicio traducir a Mallarmé al rumano. Súbitamente
tuve una revelación: debes romper con tu lengua y desde este momento escribir
sólo en francés. Volví a París al día siguiente y sin vacilar me puse a escribir
en esta lengua adoptiva, elegida en aquel instante. Así redacté, muy rápido, la
primera versión del Précis de décomposition.”1
La memoria, como suele hacerlo, parece haber jugado
con Cioran en el
momento de recordar ese día, para él decisivo. A menos de que se trate, como en
casos más ilustres –los de las memorias escritas de Yeats, las confidencias
verbales de Borges–, de ese montaje, en el sentido cinematográfico, que opera la
memoria sobre el anecdotario vivido, y cuyo resultado a menudo es más cierto que
la mera cronología. “Sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos
nombres propios” (Borges: “Emma Zunz”).
En efecto, el original francés de Précis de décomposition
había llegado a
las oficinas de las ediciones Gallimard en la primavera de ese mismo 1947, más
exactamente en marzo. A pesar de ser aceptado inmediatamente, sólo sería enviado
a la imprenta en 1949. Para ello fue necesario que el prestigioso jurado del
flamante premio Rivarol (Gide, Paulhan, Supervielle, Maurois, Romains), creado
para señalar una obra escrita en francés por un autor extranjero (y que en 1952
iba a recibir la argentina Gloria Alcorta por su libro de poesía Visages),
declarara que el ensayo de Cioran era el candidato preferido pero que su
pesimismo y negatividad los habían disuadido de premiarlo. Bastó esta admisión
de timidez para que Gallimard decidiera publicarlo sin más tardar. En 1950,
respaldado por una recepción crítica extraordinaria, ese mismo jurado finalmente
se atrevió a coronarlo.
Es sabido que el francés siempre ha sido el segundo idioma de los
intelectuales rumanos, que muchos de ellos lo han utilizado con precisión y
sensibilidad. De Cioran, estudiante de filosofía en Heidelberg, familiarizado
con Husserl y Nietzsche, podría pensarse que hubiera podido elegir el alemán;
pero en 1947 hacía diez años que vivía en París. ¿Qué sentido tenía abordar el
idioma francés?
El más evidente es el de pasar de un público lector
limitado a otro no sólo
mayor sino también, a través de esa caja de resonancia llamada París, a una
vitrina para el mundo. Gabriel Liceanu piensa que el intento de trasvasar a
Mallarmé al rumano lo sometió a una experiencia decisiva: la de enfrentarse con
esos límites irreductibles en que se cotejan y definen lo más propio, lo menos
comunicable de dos lenguas: “Si el idioma es el límite que confiere una
identidad en el orden del espíritu, abandonarlo significa darse otro límite
(finis), por lo tanto otra de-finición; en una palabra, cambiar de identidad.”2
Cioran iba a recordar a menudo la cantidad de café, cigarrillos y diccionarios
que le iba a costar redondear una frase en “este idioma inabordable, demasiado
noble, demasiado distinguido para mi gusto”.3
Dos décadas más tarde, iba a describir (en rumano, lengua de las cartas a
su hermano Aurel y al amigo escritor Constantin Noica) su nostalgia del idioma
rumano, que aún consideraba más expresivo y poético; lo absurdo de escribir en
un idioma “civilizado” como el francés, él que se consideraba un bárbaro del
Danubio... ¿Simple coquetería de quien ha llegado a ser un maestro de la prosa
francesa, comparado a los “moralistas” del Gran Siglo? ¿Insidiosa nostalgia de
la infancia, como esa evocación sentimental de Rasinari, el pueblo natal, donde
se imagina convertido en pastor de rebaños –¡él, hijo de un sacerdote
ortodoxo!–, más en contacto con las “verdades elementales, eternas” que en las
aulas de la Sorbona?
Más que demagogia o senilidad, intuyo en estas divagaciones un negativo, la
imagen invertida del desprecio que le inspira la vie littéraire parisina, con su
práctica de la adulación y el conformismo, su constelación de premios
insignificantes y risibles academias. Una vida de la que fue testigo
prescindible durante los años para él difíciles de la segunda posguerra mundial.
Poco importa quién somos, sólo podemos lanzarnos a alta mar. Sin deseo de
anclar. ¿Acaso la meta de la inestabilidad no es la de agotar el mar? Para que
ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises... con todos los
libros. Una sed de alta mar que proviene de la lectura, una errancia de erudito.
(Qui que nous soyons, nous ne pouvons rien de plus que prendre le large. Sans
désir
d’ancrage. Le but de l’instabilité
n’est-il pas d’épuiser la mer? Afin
qu’aucune vague ne survive à l’odysée du coeur. Ulysse –avec tous les livres.
Une
soif du grand large tirée des lectures, une errance érudite.)4
Es el deseo de un cambio de identidad lo que me parece determinante en esa
elección.Durante años se supuso que Cioran había atravesado la ocupación alemana en
París sin más protección que el pasaporte rumano y la “pureza” racial. Como
otros intelectuales de su país en los años treinta, había sido sensible a la
seducción de una extrema derecha apocalíptica, cuyos desvaríos encarnó en el
ámbito académico rumano Nae Ionescu, carismático profesor de filosofía, epígono
caricatural de Spengler. A su fascinación iban a sucumbir, más que Cioran,
muchos compatriotas, Mircea Eliade en primer lugar; solamente, tal vez
inevitablemente, fue un estudiante judío, el escritor Mihail Sebastian, quien
rechazó su propia admiración, no negada, por Ionescu, y esto sólo después de
haberle pedido un prólogo para su primer libro y recibir del profesor un texto
donde le recomendaba anticiparse por su propia mano al exterminio de una raza
degenerada...
De los cinco libros que Cioran había escrito en rumano, entre 1933 y 1940,
y que sólo tras su muerte han sido traducidos al francés, los hay de puro,
precoz nihilismo. (El primero tiene por título En las cimas de la desesperanza.)
Anuncian, sin jugar aún con la paradoja, la condena de toda ilusión moral, el
agotamiento de toda pulsión vital, que iban a articularse y matizarse más
sutilmente en la obra escrita en francés. Del único no traducido
(¿piadosamente?, ¿prudentemente?) –Transfiguración de Rumanía, 1936– se sabe que
refleja hasta qué punto podía identificarse Cioran, a pesar de sus arrebatos
anticristianos, con la misión de las legiones del Arcángel Gabriel que lideraba
Corneliu Codreanu, mártir del fascismo rumano.
Fue ésta una variedad más mística que la italiana,
nada pagana como el
nacionalsocialismo alemán. (Distinción elocuente: la cultura, o la tradición
nacional, ya pesaban más que la ideología, como lo demostrarían dos décadas más
tarde las declinaciones tan diversas del comunismo, aun bajo una misma férula
soviética, en los países de Europa del Este.) Más allá del rechazo de la
democracia parlamentaria, fue el de la hipocresía y la corrupción, ejercidos por
una monarquía sin autoridad moral, en una sociedad tironeada entre los
estertores del feudalismo y un borrador de capitalismo rapaz, lo que impulsó a
muchos jóvenes impacientes de la inteligencia rumana a escuchar en los años
treinta las sirenas que anunciaban al “hombre nuevo”, esa entelequia que
Codreanu agitó antes que Pétain, el Che o Mao y que ha justificado todas las
masacres del siglo XX, coronadas por el exterminio más letal, el realizado en
Camboya, en nombre del marxismo revolucionario, por Pol-Pot.
El descubrimiento reciente, en la Rumanía posterior a Ceaucescu, de los
diarios de Sebastian echó una primera luz inédita aunque parcial sobre ese
periodo de la vida de Cioran. Sebastian siguió frecuentando a colegas fascistas,
aun antisemitas, desde la semiclandestinidad, con una mezcla indescifrable de
estoicismo y despreocupación, acaso de respeto por dotes intelectuales cuyas
complicidades letales le parecían anodinas. El 2 de enero de 1941 anota en su
diario que se cruza en la calle con Cioran (de quien, por lo tanto, nos
enteramos que se hallaba en Bucarest); éste le anuncia que ha sido nombrado
agregado cultural en París, lo que le evita ir al frente como reservista.
Sebastian lo ve como “un hombre interesante, de inteligencia notable, sin
prejuicios, que reúne en forma divertida dobles dosis de cinismo y cobardía”. El
12 de febrero del mismo año acota que, aunque Cioran apoyó la rebelión de las
Legiones de Codreanu, no sólo ha sido confirmado en su nombramiento sino que el
nuevo gobierno ha aumentado su salario...5
Convencido de que la miseria está íntimamente ligada a la existencia, no
puedo apoyar ninguna doctrina humanitaria. Me parecen, todas, igualmente
ilusorias y quiméricas [...] Ante la miseria me avergüenza hasta la existencia
de la música. La injusticia constituye la esencia de la vida social. ¿Cómo
apoyar, entonces, la doctrina que sea? (Convaincu que la misère est intimement
liée à l’existence, je ne puis adhérer à aucune doctrine humanitaire. Elles me
paraissent,
dans leur totalité, également illusoires et chimériques. [...]
Devant la misère, j’ai honte même de l’existence de la musique. L’injustice
constitue l’essence de la vie sociale. Comment
adhérer, dès lors, à quelque
doctrine que ce soit?)6
El recorrido por los libros rumanos de Cioran es instructivo. El
escepticismo que proclama un autor casi adolescente, cuyas primeras páginas
publicadas rezuman la lectura voraz (¿la indigestión?) de Kierkegaard y
Nietzsche, permite dudar que cualquier noción de “hombre nuevo” pudiese
seducirlo; si en algo podía coincidir con el evangelio legionario de Codreanu
sería más bien en el espejismo, ¡cuán cultural!, de un primitivismo recuperado:
La declinación de un pueblo coincide
con un máximo de lucidez colectiva.
Los instintos que crean los “hechos históricos” se debilitan y sobre sus ruinas
se alza el tedio. [...] La aurora conoce ideales, el crepúsculo sólo ideas. (Le
déclin d’un peuple coîncide avec un maximum de lucidité collective. Les
instincts
qui créent les ‘faits historiques’ s’affaiblissent, sur leur ruine se
dresse
l’ennui. [...] L’aurore connaît des idéaux; le crépuscule seulement des
idées.)7
A Cioran, una cruzada como la de
Codreanu debería aparecerle enferma de ese
mismo cristianismo que desprecia, que “le impide respirar” (“su mitología está
gastada, sus símbolos vacíos, sus promesas incumplidas. Dos mil años de
desorientación siniestra... [El cristianismo] no conoce ningún culto del
orgullo, ninguna exasperación de las pasiones...”/ “sa mythologie est usée, ses
symboles
vides, ses promesses non tenues. Deux
mille ans d’égarement sinistre!
[Le christianisme] ne connaît aucun culte de la fierté, aucune exaspération des
passions...”) 8. Su única promesa sería la de un apocalipsis impregnado de esa
exaltación entre mística y pagana que tantos descontentos de la cultura, D. H.
Lawrence o Pío Baroja, buscaron lejos de Freud, en la precipitación del
crepúsculo de Occidente. De esa fruición negativa, los libros rumanos de Cioran
hoy accesibles en francés dan un testimonio a la vez intenso y monocorde. Antes
de intentar el paso a otro idioma, que iba a llamar “civilizado” por excelencia,
al rigor de su sintaxis, a la exactitud de su dicción, esos libros recobrados
devuelven, no exorcizada, la imagen de un joven impaciente por infligir su
propia angustia existencial al mundo en que le había tocado nacer.
Conservar el propio secreto: nada hay más fructífero. Nos trabaja, nos
carcome, nos amenaza. (Conserver son secret, rien de plus fructueux. Il vous
travaille, vous ronge, vous menace.)9
Durante mucho tiempo lo más cautivante en la figura de Cioran fue el
cultivo inflexible de la marginalidad. Su ausencia del escenario público en los
años de la ocupación alemana de París no le exigía que diese vuelta públicamente
a su camisa, como lo hicieron tantos franceses al sentir, entre 1942 y 1943, que
el viento cambiaba de dirección; hubiese podido adoptar, tras la abstinencia
pública de aquellos años, si no una militancia de signo “correcto” al menos
alguna declaración que la avalase. A pesar de lo anotado por Sebastian en sus
diarios, la vida de Cioran en París no parece haber cambiado entre los años
treinta y los cincuenta.
De estudiante becado a escritor reconocido, en una misma estrechez cultivó
un mismo ascetismo donde parece no haber dejado huella el paréntesis de la
ocupación y de un cargo diplomático nunca sabremos cuán simbólico, y en el que
en todo caso sólo permaneció tres meses. A partir de 1950 Cioran rechazó todos
los premios que se le otorgaron, y si dejó su cuarto de hotel fue para acceder a
las dos chambres-de-bonne comunicadas de la rue de l’Odéon que iban a ser su
departamento por el resto de su vida. Parecía haber entendido que el precio de
su independencia era no necesitar dinero, no depender de la sociedad ni aun para
el más modesto empleo. Ayudado por su editor y algunos admiradores que
protegieron su modesta supervivencia, logró permanecer fiel al ascetismo
elegido.
Es posible leer en esta forma de retiro tanto la continuidad de su temprano
nihilismo como la reacción de quien se dejó un momento deslumbrar por un
embriagador evangelio redentorista, cuya falacia debió manifestársele aun antes
de que la historia lo invalidase. Mircea Eliade, mucho más comprometido que
Cioran en la cruzada legionaria, pasó años de ostracismo en Francia, esperando
superar las listas grises de la posguerra y poder ser admitido en los Estados
Unidos, donde iba a hacer una brillante carrera académica en la Universidad de
Chicago. Cioran, en cambio, no aspiraba más que a preservar su aislamiento, a
escribir fuera de todo diálogo con la actualidad.