Peregrinos
sin nombre
Y
no los salvó la noche.
Todo blanco, todo cal, todo fuego.
Van
como dormidos
los
desgraciados que nacieron
sin
estrella, en el hueco de la noche.
Todo
buscan, nada encuentran,
en
el blanco día.
Van
y vienen por los caminos polvorientos,
despintados,
rodeados de cactus y de espínos.
Ellos,
los desgraciados,
Peregrinos
sin nombre,
luchan, deben luchar,
con
el aire, su destino.
Buscan
asirse de una piedra y caen,
rodan,
resbalan por los ojos que los miran,
caer;
por los paladares,
por
las mandibulas que ya no repiten su nombre.
Y
no los salva la noche,
la
madrastra noche,
ni
los hilos que conducen su nombre,
de oreja a oreja.
Cruzan
la piel del día y la costra de la noche,
de
la tarde y de los años,
y
no son vistos, ni su voz oída.
Habían
soñado que vivían,
pero vivían soñando que no soñaban.
Y
el tiempo y los días,
en
sus manos,
se
quedaban deshielados.
Querían
lagrimar su sufrimiento,
pero lágrimas no brotaban
de
sus ojos negros ;
los
vencía el insomnio.
Postrados
al camino que seguían,
esperaban una voz,
mas
una cruz de piedra los miraba,
y
ni voz, ni rasgo en el desierto que lloraba,
por
ellos, los Peregrinos sin nombre,
ellos
que cruzaban solos, la mar,
la
tierra, el túnel,
la
mirada nefasta de los otros.
Se
quedaban en la puerta, mirando
no
una puerta, sino un muro gris,
el
rostro, la cara de los otros,
aquellos
que paseaban
con
su hipócrita mira,
por
los pasillos de los edificios.
Las
palabras no envuelven su destino,
ni
de ellos ni de nadie. Pero
los
desgraciados que no tenían voz,
afuera
su palabra era viento,
polvo,
semilla del desierto.
Era
la noche, la madre de sus males,
y
las voces que no querían oír estaban en ella,
pegadas,
arrastrándose,
de
bache en bache,
de
tronco en tronco,
de
sombra a sombra,
enclaustradas,
comunicaban las voces negras por un hilo,
para
que los desgraciados no entraran,
para
que los desgraciados se quedaran afuera,
a comer polvo,
polvo
tantas veces ya mordido,
ayer,
hoy, por otros desgraciados,
que
por este mundo ya pasaron
sin
saber sus nombres.
Buscaban
la luz y encontraban
abierto
el vientre de la noche,
la
nada, el vacío, la roca estéril
que
se tragaba las palabras,
pues
eco de su vientre no salía.
Por
los caminos desiertos del olvido
se
miraban las manos
colmados
de sudor y huesos.
Y
sus ojos, marchitados por el sueño,
buscaban
más allá del universo de la noche :
la palabra, no el olvido
la
fe, no la indiferencia
la
luz, no la espada
el
silencio, no la cruz
la
hierba, no la ceniza.
En
silencio horadan su destino,
palpan
el agua con su frente
cansada,
y recuerdan el camino
ya andado, y no nombran
las
heridas
que
en el camino les procura
la
lengua de los otros.
Peregrinos
sin nombre,
extranjeros
machacados por el frío,
el
aire frío de la gente,
esa
que golpea la mirada en la mirada,
la
mirada en todo el cuerpo,
y
desprecio en la mirada tierna.
Los
Peregrinos sin nombre y sin estrellas
en
la arena de los días, inocentes,
buscan
su pan y su destino.
Pero
el hambre les consume los codos,
los
gastados codos, los músculos y los rótulos.
Peregrinos
sin nombre,
nos
los salva la noche,
ni
la sombra ni la lluvia,
ni
los templos ni la piedra.
Y
caminan de perfil,
por
las riberas de la vida,
buscando
con sus ojos,
un
puente, una puerta, una llave,
la
voz que se perdió en el desierto.
Deseaban
que alguien los llamara,
deseaban
recibir el eco de su nombre,
mas
la piedra sorda del camino,
no escuchaba, no quería escuchar
sus
nombres, ni la voz de un extranjero.
Y
estaban solos para gritar sus nombres
entre
tanto ruído que de la noche salía,
de
los otros, de los afortunados,
ellos
que sólo se miraban a sí mismos,
ellos
que eran espejo de sí mismos,
allí
sus nombres eran huesos del olvido.
De los Peregrinos sin nombre,
habían
borrado sus nombres del banquete,
habían
echado sus nombres en un plato a la basura
y
no podían encontralos,
y
no querían encontralos,
se
les había perdido en la basura,
y
ustedes, que tanto dieron por sus nombres,
en
el banquete sonó vacío, escombro, nada.
Y
el viento de la noche,
se
posaba duro como un roble en el camino;
querían
orar pero la sombra,
la
callada sombra,
en
la raíz de sus palabras se enredaba.
En
un extraño río soñaban
con
una puerta, con el ombligo de la puerta,
en
un bosque y el dolor crecía por sus venas
como
heridas a filo de piedras.
Y
los vieron caer antes que vayeran,
y
ellos, los otros, los vieron caer, a los Peregrinos sin nombre,
y
nadie estiró su mano.
Y
cayeron como el carbón al fuego.
Y
no los salvó la noche
ni
la blanca luna,
y
ellos, los afortunados, de perfil les sonreían,
y
ellos, los afortunados, decidieron no decirles nada,
y
así fueron invisibles, vacío y viento a sus ojos.
Peregrinos
sin nombre,
por
el largo túnel
de
soledades abiertas,
caminan
labrando su destino,
solos,
rodeados de lluvia y tormento.
Era
el recorrido una llaga,
era
el recorrido de brasas y fango,
eran
las voces de vidrio,
sus
pasos de estruendos y lágrimas.
Sus
ojos van, cansados de mirar en la noche otros caminos,
otras
tiendas, otros valles,
otros
mares de lejanos horizontes.
Por allá van solos,
por
los caminos,
los
Peregrinos sin nombre,
cargados
de esperanzas, de sueños y palabras,
buscando
la voz que en el desierto mora.
París,
10-11/6/2004