Ricardo Juan Benitez

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Jamás había tenido un golpe de suerte en mi vida. Cuando me dijeron que había heredado una casa pensé que me estarían haciendo algún tipo de broma pesada. Pero no fue así. El caserón quedaba en el barrio de Caballito. Todavía sobrevivían algunas calles adoquinadas y la mayoría de las construcciones eran bajas. De esas casas que llaman «tipo chorizo». La entrada era por un zaguán, con puerta y contrapuerta. Eran de marco de madera y vidrios repartidos. Los herrajes y la aldaba eran de hierro fundido. Luego de un hall de recepción, se entraba a un patio enorme y embaldosado. Lo cubría una parra de hojas tupidas. Hacia la derecha había una escalera de mármol cuyo primer descanso daba una pieza. Al final se entraba a la terraza.
          Todas las piezas, una detrás de la otra, daban sobre el patio. En este había unas cuántas macetas con flores y plantas; y un jaulón, que en sus mejores épocas, seguro, estaría lleno de canarios y cardenales. Al final del patio (lo que parecía el final) había una cocina. Detrás de ella, proseguía el patio, y había un par de piezas más y los baños.
           Mentalmente hice la lista de elementos. Pintura al aceite y al látex, pinceles, aguarrás, clavos, machimbre, algunas chapas para reparar el techo de la galería. Después tenía que revisar los desaguaderos y la instalación eléctrica. De hecho, tuve que comprar una llave térmica, porque la que había era con tapones y estaba destruída.
          Después de dos semanas de arduo trabajo casi había finalizado. Entonces ocurrió aquello.
          —¿Te enteraste que hay un tipo de marrón en el fondo de casa?
          Estaba chupando la bombilla tratando de tragar el mate casi hirviendo que me cebaba Susana. No solo escupí por la boca, sino que un poco se fue por la nariz. Total, que me quemé la garganta y las fosas nasales. Y tosí como un condenado.
          —¿Qué dijiste?
          —Un tipo de marrón. Lo vi esta mañana.
          —¿Y? —la miré incrédulo—. ¿Qué hiciste?
         —Nada… te lo digo a vos —entornó los ojos con aire conspirador—, sos el hombre de la casa.  Tenés que ir a hablar con él.
          —¿Sí? ¿Y qué le digo? —el esófago me ardía, y no era de acidez—. Buenas, señor... ¿Cómo está? ¿Le incomoda que viva en mi propia casa? 
          —Nuestra… nuestra casa…
         —Claro, nuestra casa —de nuevo la miré esperando que me dijera que era una broma—. ¿Por qué no empezaste a los gritos?
          —¿Por qué? Si el pobre viejo ni se escuchó en todo este tiempo.
          —Bien, ¿Y por qué no lo invitas a cenar?
          —¡Ay! ¡Haceme el favor! —ahora ya estaba alterada—, anda a hablarle, para saber quién es. O si no mejor… hablá con la inmobiliaria, a ver que te dicen.
          En la inmobiliaria, me dijeron que tenía que hablar con la escribanía. Y en la escribanía que tenía que hablar con mis tíos, a ver si sabían algo. No sabían nada.
          —Mirá nene —para mi tía siempre era el nene—, creo que la abuela Jacinta me habló de un señor. Creo que era carpintero, y que le subalquilaban una piecita. ¡Pero hace tanto! No sé más nada.
          Mi tío, como siempre, no sabía nada de nada. Excepto armar su pipa para ir a fumar a la vereda.
          —¿Qué vas a hacer? —Susana me miraba casi con lástima.
          —¿Y si voy a la comisaría?
          —¡No lo puedo creer! Me casé con un hombre sin huevos. ¿Qué te van a decir en la comisaría? ¿Sabés cuántas casas tomadas hay en el capital?
          —Una casa tomada… significa varias personas, acá estamos hablando de un viejo.
          —Ese es el tema —me dijo socarrona—, un viejo. Mañana sacalo de las solapas a la calle, tonto.
          Al día siguiente llegué hasta la piecita. Estaba al fondo, al lado del baño más pequeño. Había un tema, y que no era menor. Yo jamás lo había visto cuándo hacia las reparaciones. Tampoco cuándo, necesariamente, el tipo tuviera que hacer sus compras. ¿Habría alguna entrada secreta que yo no conocía?
          —Dejá, viejo —la voz de Susana a mis espaldas—. ¿Qué mal puede hacer? Los chicos lo quieren, están horas con él.
          —¿Los chicos? ¿Esteban y Paula? ¿Nuestros hijos?
          —Sí, lo adoran.
          —Pero… ¿Si el tipo es un pervertido? Pensá, si les hace algo.
          —Boludo, ¿cómo podés…?
          —Esas cosas ocurren, no es ninguna novedad…
          El asunto es que me convenció. Pero en la semana ocurrió algo que me decidió a enfrentarlo.
          —¿Qué es eso que tenés ahí, Paula?
          —Un crucifijo, me lo hizo el señor de marrón…
          —Ni siquiera le conocés el nombre…
          —No, le decimos abuelo.
          —¿Me lo dejás ver? —lo tomé en mis manos.
          Yo nunca había sido demasiado creyente, pero el contacto con aquel crucifijo me sensibilizó. Era como si la madera irradiará tibieza, y calma.
          —Papito… ¿Estás llorando?
          Tenía un nudo en la garganta, y las lágrimas caían por mis mejillas a raudales. No podía dejar de acariciar la imagen del Jesús crucificado y sufriente.
          Paula había ido a buscar a su madre, y volvió con ella y con su hermano. Los tres me miraban sin entender demasiado. Creo que jamás me habían visto llorar; ni yo entendía qué pasaba. Me acerqué a Susana y le di el crucifijo, y dejé de llorar instantáneamente.
          Susana lo miraba con los ojos vidriosos, pero en ningún momento rompió en llanto.
          —¿Qué vas a hacer?
          —Primero quiero el crucifijo envuelto en alguna tela. Después, mañana a la mañana voy a hablar con este hombre.
          Temprano me levanté, y salí a caminar por el barrio. Puse mi mente en blanco y disfruté de los primeros rayos del sol. Algunos chicos con sus guardapolvos blancos iban al colegio entre risas y gritos. Una señora paseaba su diminuto perro, y el carnicero estaba abriendo su negocio. Traté, sin mucho éxito, de no pensar en el extraño incidente de la noche anterior. Después de caminar unas cuantas cuadras, decidí volver bordeando las vías del tren. Pasó uno con su acostumbrado chillido a hierro sobre hierro.
          Ya estaba decidido. Era el momento de hablar. Pero al doblar la esquina me encontré con que algo andaba mal. Un patrullero estaba frente a mi casa y una comisión policial esperaba en la entrada. También había una ambulancia, y estaba llegando otro patrullero.
          —Perdón… ¿Usted es el dueño de casa?
          —Sí…
          —¿Me podría acompañar?
          Entré, y en el hall estaban Susana y mis hijos. Me miraron en silencio y conmovidos.
          —Por acá, señor.
          El oficial me indicó la cocina. Pero seguimos, hasta el fondo. La pieza del hombre de marrón.
          —Buenas… disculpe. ¿Usted sabía de esto?
          —Bueno… mi señora me había comentado algo, y yo…
          —¿Por qué no nos llamó de inmediato?
          —Pensé que yo podía manejar la situación —los policías se miraron perplejos—. No los quería molestar por una pavada… después de todo venía a hablar con él…
           Ahora sí, los tipos me dedicaron una mirada que mezclaba el asombro con la reprobación.
          —¿Y se puede saber cómo iba hacer eso? —la voz del oficial sonó burlona.
          —A eso venía, cuando…
          —Espere —levantó la mano—, sígame… así me explica mejor.
          Al entrar en la habitación, varias sensaciones me invadieron. El sentido olfativo fue castigado por un hedor a encierro. Humedad, como a hongos putrefactos. Un calor propio de las piezas que han estado mucho tiempo cerradas. Varias personas, algunas con guardapolvos y guantes de látex, rodeaban la cama.
          —El cadáver está momificado, por eso no despedía olor —unos de los de guardapolvo estaba hablando—. Tendremos que hacer algunos estudios, pero la muerte data de unos cuántos años.
          El policía me miraba burlonamente. Yo miraba el crucifijo de madera que pendía sobre la cabecera de la cama.
          —Bien… ¿Me puede explicar?
          —Perdón, oficial. ¿Usted habló con mi señora? ¿Con los chicos?
          —Sí… pero están algo alterados, preferí esperar a que se tranquilizaran.
          Salí de la habitación seguido por los dos policías, y me dirigí al comedor.
          —Susana, ¿dónde está el crucifijo?
          —Ahí… está envuelto en la franela…
          Me acerqué al trapo amarillo sobre la mesa y lo abrí. No contenía nada. Solo atiné a alzar la mirada, y mirar a los míos que tenían la congoja mezclada con el desconcierto.

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Datos del Autor:

 

Seudónimo: Richard John Benet

Nombres y Apellido: Ricardo Juan Benítez

Domicilio particular: Avd. Lincoln 1531 (1744) Moreno

                                Buenos Aires – República Argentina

Dirección de e-mail: ricardoacade@hotmail.com

Alternativa: ricardoacade@yahoo.com.ar

Teléfono: 0237 4639527

Telefonía móvil: 15 5472 1084

Documento: D.N.I. 12.587.806

Fecha de nacimiento: 28/11/1956

Lugar: Capital Federal (República Argentina)

Sexo: masculino

Edad: 48 años

Currículum:

URL:

www.agonia.net (Richard John Benet)

www.sanesociety.org (Ricardo Benitez)

www.arihua.net (RichardJohnBenet)

www.lacasadeasterion.net (RichardJohnBenet)

BLOGS:

Yahoo groups: Artes Piano Bar, Café para Dos y El Fausto.

Tomás Hotel y Los Discípulos.

PUBLICACIONES:

Antología “Los rostros y las tramas” de Editorial Dunken, compilado por César Melis. Cuento: “Insensatez”

Antología del V Concurso de Poesía y Cuento de la Asociación de Arte y Cultura de Merlo (República Argentina) Segundo Premio, categoría cuento por: “Noche de bruma y silencio”.

REVISTAS DIGITALES:

ALMIAR – Margen Cero (España) el cuento:

“Mente asesina”

Resonancias Org. (Franco-argentina), cuentos:

“Mente asesina”

“La leyenda del vagabundo de Viena”

Proyecto Scherezade (Universidad de Manitoba, Winnipeg, Canadá) Portada del mes de Marzo, 2006. Cuento:

“Instrucciones para el sepelio de una mula”

 

 

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